Los
mismos, a las mismas horas y con los mismos quehaceres. Él me observa con sus
ojos perdidos, con una mirada que muestra un alma vacía. Subo las escaleras, de
prisa. Ya queda menos, me digo, escondiendo esa doble emoción que todavía no
tiene nombre. Pronto no volveremos a cruzarnos. Las personas y los sentimientos
vienen y se van, de manera tan aleatoria como la fortuita ocasión de llenar el
aire con palabras. La ocasión se gasta, la palabra desvanece y yo, haciendo uso
de ambas he de despedirme.
Leo,
aun por suerte, a Oliver Sacks, quien dice que algo nunca es mera pérdida o un
mero exceso sino que hay siempre una reacción por parte del organismo o
individuo afectado para restaurar, reponer, compensar y para preservar su
identidad, por muy extraños que puedan ser los medios.
Entonces,
me planteo, que esta doble emoción de la que hablo al principio es una reacción
propia al aceptar que este momento ya no es más oportunidad y que la mirada de
aquel hombre antes de subir a la quinta planta solo permanecerá en mi recuerdo.
Mientras, nuestro destino será el de seguir con los hábitos que ya hemos
adquirido, porque este encuentro nunca fue rutina y, sin embargo, todavía tengo
que habituarme a mirar sin ver, como aquel hombre a subsistir sin nada de lo
que vivir. Ahora habrá que compensar los sueños con la realidad.