Treinta y un eternos días. Noches largas que no le dejaron ver amaneceres. Ocasos que no acabaron. Su pecho sumido en una explosión. Prozac y calmantes por las mañanas. Estuvo desviado de este mundo, de esta Tierra de nadie. No vivió para él. Su vida entera fue absorbida por un conjunto de grafías que mancharon sus dedos de tinta. Sus manos de sangre. Su cabeza, de ambición.
Hoy el tiempo se detiene. Se deja llevar por el vaivén de mis acordes e intenta escuchar mi voz desde el extrarradio. No estoy lejos de la cercanía. He recorrido millas, se me han helado los pies, gastado las lágrimas y olvidado promesas. Y si mis versos no te dicen nada será porque esta noche los dejo en la almohada.
En la oscuridad gritos y palabras vacías. Por fin oirle cantar, todo un lujo. Y cuando amanezca, abriremos los ojos y no habrá más que cenizas del ayer y fuego en mi mirada. Porque el viento gélido aúlla palabras que nos derriten de placer.
Y sin querer creer en los propósitos del año nuevo, en los vestidos de marqueses, en el champagne que debería quedar sobre la mesa y creyendo querer excesos, deseos y familia, nos alejamos esta madrugada que dice adiós al primer mes del invierno, en el que los corazones se derriten. Adiós diciembre congelado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario